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EDITORIAL

Ser Docente, más que solo un trabajo

Por Gisela Spasiuk

Este artículo se termina de escribir un día antes de que se concrete la segunda marcha anual universitaria en Argentina en reclamo de presupuesto para las universidades, y en defensa de la educación pública, exigiendo un Estado presente que vuelva a ser garante de condiciones de vida y bienestar para las mayorías.
Al tomar la palabra lo hacemos siempre desde un lugar. Ese lugar es también “una marca” que imprime lo distintivo de la exposición en tanto selecciona lo que prioriza. Mi lugar de enunciación en este caso es el de hija de la universidad pública. Criada en un hogar de trabajadores, padre mecánico y madre maestra. Primera generación de profesionales en la familia . Con 3 décadas de antigüedad en esta profesión dentro de la UNaM y en otras universidades del país. Desde este punto de partida quiero recuperar que la educación superior universitaria es un bien público y social (como lo han consagrado varios marcos normativos y conferencias de educación superior a nivel mundial, latinoamericano y nacional).

La universidad es más que un espacio laboral y la responsabilidad “del enseñar” es bastante más que solo un trabajo. Habitarla es una experiencia vital que nos transforma desde la riqueza del encuentro con les “otres” de la acción pedagógica: jóvenes, adultos, mujeres, discapacitados, grupos étnicos, migrantes, entre muchas otras identidades diversas con quienes interactuamos. Transitar la vida académica implica dejarnos interpelar por las vivencias, hacer surgir preguntas y alejarnos de certezas dogmáticas para comenzar a ver el mundo con otros lentes que nos permiten comprender las tramas de lo real ampliamente.
Particularmente, el ser docente es enseñar y es aprehender. En la universidad, esta tarea no se desarrolla de modo exclusivo dentro de las aulas ni se reduce a la formación profesional. La vida universitaria toda es “un aula”, es constructora de subjetividades y de prácticas en donde se vincula lo académico con lo afectivo. Circular por las clases, los pasillos con carteles y pancartas, por las peñas, ir al comedor, la biblioteca o el buffet, ser parte de los cuerpos colegiados de cogobierno, la capacitación continua, ir a congresos y eventos científicos, entre otros espacios donde nos encontramos, debatimos, intercambiamos, nos vinculamos (convergiendo coincidencias y diferencias, acuerdos y disidencias con otros claustros). Todos estos espacios son sumamente ricos, nos dejan conocimientos exponiéndose a ejercitar el respeto y vivenciar la democratización como un proceso cotidiano.

Hacer docencia es involucrarnos, comprometernos, conmovernos. Es poner mente, cuerpo y afectos. El ejercicio docente es situado. En este caso me refiero a la docencia ejercida en instituciones estatales; somos docentes y trabajadores de la educación pública y eso constituye parte de nuestra “identidad” estructurando las formas en que pensamos, sentimos y hacemos desde este rol. Muchos de los que la ejercemos, nacimos de esa misma universidad y somos como mencioné al inicio primera generación familiar de profesionales. No se trata de un detalle menor, las trayectorias e historias personales “nos marcan” y delinean el ejercicio y el horizonte de nuestra tarea.

Desde este lugar, ser docente es parte de nuestra vida porque jugamos la capacidad de devolver lo que recibimos de esta institución; actuamos para transformar el mundo junto a nuestros estudiantes del mismo modo en que la universidad nos transformó a nosotros.
Haber obtenido el título profesional ( ese mismo que nos permite desempeñarnos en la enseñanza) nos permite valorar las oportunidades de vida y de bienestar que nos facilitó el efecto de movilidad social ascendente. Todo esto se juega en el hecho educativo, por ello la tarea docente universitaria es una actividad inherentemente política (desde su acepción amplia, no partidaria) que concibe al conocimiento como una construcción social –y como tal siempre es provisorio-; nos sitúa y sitúa a les estudiantes en un espacio de disputa de sentidos. Este espacio esta atravesado por diferentes obstáculos y desigualdades que se presentan cotidianamente, por demandas del contexto que van cambiando y por la política pública que por momentos tiende a olvidar que en nuestro país la educación ha sido siempre (desde Sarmiento para acá) posibilidad de igualar (nos) y de hacer (nos) crecer como ciudadanos, es eje del desarrollo nacional y orgullo mundial con sus Premios Nobel.

La docencia en la universidad va de la mano de la producción de conocimientos y del aprendizaje del rol de investigadores, también desde nuestros cargos realizamos tareas de extensión y de vinculación tecnológica. Estas últimas son aquellas que se realizan articulando saberes, necesidades y prácticas con otros actores de la comunidad, organizaciones, movimientos, otras instituciones públicas, empresas privadas, gremios, sindicatos. Esta permanente interacción con el medio genera enriquecimientos recíprocos.

Es oportuno traer a colación en estos tiempos difíciles donde se pone en cuestión el valor estratégico de la universidad y de sus funciones que producir ciencia es generar conocimientos de alto impacto para el país sosteniendo la soberanía: vacunas, remedios, instrumental, maquinarias, mejora de semillas, prevención de violencias, comprensión de aspectos alfabetizadores particulares en regiones fronterizas, entre muchos temas y resultados.
Somos docentes que trabajamos velando por la excelencia académica, por eso también priorizamos la contención, los soportes afectivos y la salud integral de les estudiantes.
En síntesis, la universidad sigue constituyéndose en un territorio con autonomía para sostener esperanzas ante tiempos de crueldad. Invertir en la universidad pública, en la formación de profesionales jerarquizando a sus docentes e investigadores es atender el futuro del bienestar colectivo. Junto a la sociedad que nos acompañó multitudinariamente en las dos marchas del presente año podemos y tenemos el deber ético de defenderla.